En el país de la burocracia se habla portugués. Tratar de hacer algo por el cauce administrativo es caer en el tedio de una espera densa de incertidumbre. Hay, definitivamente dos países en Portugal, el oficial, de impresos (hasta para pedir la llave de una taquilla) y el que grita en las fondas y calles y no conoce horarios ni plazos o impresos. Entre ellos me encuentro yo, viéndome obligado a brincar entre lo oficial y lo profano, entre la corrección de formas y la amistad certera. Salto entre la cara amigable y la seriedad administrativa de este pueblo de atlánticas costumbres que incluso cantando celebra la alegría de su tristeza. Hay dos países en Portugal, el de los funcionarios y políticos y el de los poetas, los primeros piensan en cómo podría ser el país, los segundos devoran sin pensar, llevan el pálpito almático de la tragedia lusa en su decir sin traba ni fórmula. Hay dos países en Portugal, el de los que escriben formularios y el de los que escriben poemas.
Bajo la piel áspera de la burocracia se asoma la alegría poética de la espontaneidad. En esa espontaneidad que salta desde dentro de las almas contra lo impuesto reconozco el espíritu ibérico, el español que no se puede ni quiere, ni sabe callar. Caminar fuera de lo establecido en los plazos y los formularios es ser participe de un western, de un crimen planeado contra la formalidad y el papeleo, a medio camino entre la seriedad y la comedia policial.
La burocracia es la más antigua de las mordazas de la libertad, incluyendo la poética. Por eso los poetas nunca pueden asimilar el traje del político porque en este siempre va implícito el almidón de la burocracia, una rigidez la de no poder acomodar la realidad y el deseo con la que nunca han podido sentirse cómodos. No puede el poeta sentirse cómo delante de un formulario porque su única fórmula es la no metida ni procesada, la espontaneidad almática.
La rigidez seria de un hombre encorbatado que tras un mostrador, detrás de una ventanilla hace imposible el deseo porque simplemente no se puede, el poder y el querer separados duelen en la piel sensible del viejo animal poético como un arpón envenenado, impregnando del veneno terrible del deseo. El formulario es la negación del ensueño, del instinto, es la muerte del instinto animal y la celebración del método y la mesura. Los políticos, prestidigitadores de la palabra, antiguos sofistas venden apariencia de poder asimilar lo que se quiere con lo que se puede pero todo ello al final de un tortuoso camino de esperas y trabas, de una carrera de vallas rígidas y altivas. En la espera burocrática el poeta muere, pierde el tiempo y siempre hay más arte que tiempo como acabo de leer a Don Miguel de Unamuno.
Por eso ya no podemos ver al poeta en el escaño, en el patio del parlamento porque el tedio insípido, la espera eterna a hacer posible lo deseado va en contra de su propia esencia de fuerza que brinca sin dominio, ni reglas. La ley y los poetas nunca se llevaron bien, la poesía consiste en olvidar todas las reglas.
La espera eterna a hacer posible lo deseado mata su apetito de eternidad perenne, de deseo satisfecho con la irremediable inmediatez de un hambre canina, con la misma inmediatez con la que el viejo tigre del circo de provincias engulle la pieza de carne fresca. El poeta no puede esperar y su deseo tampoco. El funcionario nunca lo comprendió, al funcionario le pagan por esperar y al poeta no le pagan, pero si alguien lo hiciera sería por no esperar al tiempo, sino por matarlo, por desollarlo, por matar todos los relojes, por columpiarse en los instantes, por imponer, para decirlo con Juan Ramón, la eternidad a la vida, por olvidar la espera, por olvidar los recuerdos, por no saber recordar, por olvidar el pasado y el presente, por quemar los formularios y los mañana... Ahora comprendo las estadísticas de homicidios de funcionarios: siempre son poetas los que acaban con ellos: No saben con quién se la juegan.
(publicado en Cuaderno alfacinha)