La literatura nace de lo desconocido. De un vagón repleto de gente ajena que se mira, se interpreta, se seduce con el mirar y el imaginar viajero desde su frío asiento. Sólo de un vagón de desconocimientos nace la literatura, del imaginar que hace equilibrismos sin red entre dos miradas cómplices en el vagón o el viejo tranvía. A veces no sólo nace literatura sino amor, que es como la literatura pero, en ocasiones, un poco más real. Entre dos o tres paradas se ama con profundidad, casi eternamente. Recuerdo la estética del tranvía de Ortega y la belleza subitánea que revela toda mujer y pienso que todo el amor, que es algo parecido a la literatura pero de otro color aún más vivo, nació en un tranvía, seguramente en uno de estos tranvías de Lisboa que suben y bajan infatigables estas lomas del Bairro Alto.